La Ley de prensa de
22 de abril de 1938, elaborada por Ramón Serrano Suñer, se
promulgó durante la Guerra Civil para poner a la prensa al servicio del Estado,
convirtiéndola en un instrumento de propaganda y de adoctrinamiento político.
Fueron malos tiempos para la libertad de expresión, asimismo lo fueron para
periodistas y escritores.
Gabriel Arias-Salgado, ministro de Información y Turismo,
procedente del integrismo católico y acérrimo falangista, ejerció un feroz
control sobre la prensa y decretó una represión cultural que imponía los
principios morales del nacionalcatolicismo en prensa, cine, teatro, literatura
y todo tipo de espectáculos.
Pero este periodo tan negro de la historia de España supuso
el nacimiento de un prometedor desarrollo. La censura obligaba a afilar el
ingenio, a usar cualquier recurso, a retorcer las frases y a velar indicios
para que el Estado no detectase ninguna crítica.
Si bien la censura era general y común a ambos sexos, las mujeres
sufrían una particular. La Sección Femenina era una aguerrida defensora de las
virtudes, porque la mujer estaba condenada a ser ángel del hogar y a llevar a
cabo la sagrada misión de ser madre y esposa. Cualquier atisbo de intención
reivindicativa, feminista o renovadora era reprimido con dureza, pues no se
permitía la más mínima desviación de las consignas oficiales, discriminatorias
y machistas.
Durante estos años, las autoras españolas desarrollaron un
papel importante pese a que los temas literarios y las protagonistas de las
historias estaban muy condicionados y respondían al prototipo marcado. También
desde el exilio las escritoras dejaron testimonio de su paso por las prisiones
franquistas o empeñaron su esfuerzo en que los países democráticos conocieran
la situación que se vivía en España. Por desgracia, estas autoras se consideran
de segunda fila y no dignas de figurar en la historia de la literatura.
La narrativa femenina de la postguerra es notoriamente
distinta de la masculina, ya que se centra en los problemas y circunstancias
que atañen a la mujer, sometida a unos roles prefijados y condicionados por la
ausencia de libertad. Hubo escritoras proscritas porque con su rebeldía,
expresada a través de los personajes de sus obras, escandalizaban y atentaban
contra la moral. En ambos casos, bien sea como argumento principal o de
soslayo, al reflejar episodios cotidianos quedaba implícito el relato de la
desigualdad. La precaución aconsejaba tratar a los personajes femeninos con un
cuidado especial, porque había que esquivar la censura y dar la impresión de
que el discurso se ceñía a lo establecido. Por eso, envuelto en los tópicos
vinculados a la feminidad aparecía el descontento, el lamento. Solo las
escritoras oficiales escribían sin cortapisas, sin miedo a la censura. Ellas
eran las encargadas de transmitir los valores que ornaban a las mujeres del
régimen franquista y sus más fervientes defensoras.
El destino de la mujer española tras la Guerra Civil era
casarse, convertirse en animal de cría, resignarse a su suerte y sufrir en
silencio, porque a nadie importaban sus lamentos. La Sección Femenina se
encargó de moldear a miles de niñas; mediante su particular filosofía, se
adiestraba a la mujer en cómo debía ser y comportarse. La Iglesia católica
también impuso su modelo y su ideal de moralidad, de tal manera que nacer mujer
en España equivalía a ser una persona limitada, obediente y sin sueños. Nada
cabía anhelar salvo un matrimonio y unos hijos que dieran sentido al sinsentido
de una rutina alienante, a un destino sin esperanza.
Carmen
Conde, Mercedes
Formica, Dolores
Medio, María del Campo Alange (María Laffitte), María Lejárraga,
María
Teresa Sesé, Carmen
Laforet, Marisa
Villardefrancos, Concha Linares
Becerra, Carmen de
Icaza, Elena Soriano…
son algunas de las representantes de una generación que hubo de sacrificar la
calidad literaria para ceñirse a lo establecido, porque, en caso contrario, la
censura ponía la etiqueta de «no autorizado» y no solo se prohibía la
publicación de la obra, la autora quedaba estigmatizada, proscrita durante
años.
Así las cosas, solo podía triunfar la novela rosa: una
evasión fácil, que ponía un final feliz a sus protagonistas y hacía olvidar a
las lectoras su existencia plagada de dificultades y sufrimiento, a la par que inculcaba
un romanticismo que influyó en la educación sentimental de las mujeres
españolas: la mujer resignada, hacendosa, pura, sin ambiciones personales, religiosa,
siempre dispuesta y al servicio del varón. Igualmente, la novela realista
adquiere relevancia. Las autoras crean personajes femeninos que protagonizan
historias semejantes a las mujeres reales, son heroínas que han sobrevivido a
la guerra y que continúan haciéndolo durante la postguerra, mujeres que
afrontan calamidades, que tienen familiares muertos, en el exilio o
encarcelados, que han de llenar el plato de sus hijos con la cartilla de
racionamiento, que reciben el desdén o la paliza del marido.
La política del franquismo obligó a la sociedad a vivir bajo
unas pautas férreas y llenas de prohibiciones. La literatura también se vio
afectada por la ausencia de libertad creativa. La represión cultural intentó
abarcarlo todo, sin embargo, nunca pudo evitar que las mujeres siguieran
adelante, se hicieran más fuertes y lucharan con mayor ahínco por hacerse un
hueco en el mundo.
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